Olavo de Carvalho

Época, 24 de agosto de 2002

Si fuese presidente de Brasil,
Lenin calmaría a los inversores.

A juzgar por los diagnósticos alarmantes o tranquilizadores que salen en nuestra prensa, las únicas áreas amenazadas en caso de ascenso al poder de la izquierda radical son el dinero del exterior invertido aquí y el crédito de Brasil en los bancos extranjeros. Toda la discusión gira en torno a saber si el Sr. Fulano o Zutano, una vez elegido, puede o no poner en peligro esos bienes supremos. En la primera hipótesis, es un peligroso comunista; en la segunda, un admirable demócrata.

Pero, cuando Lenin destruyó en tres semanas el orden constitucional ruso e instauró el reino del terror, la bolsa de Moscú y San Petersburgo no cayó ni siquiera un punto, y en los años subsiguientes los inversores extranjeros ganaron dinero a espuertas con el nuevo régimen. A la luz del criterio brasileño, por tanto, Lenin no era comunista en modo alguno.

La prevalencia de ese criterio imbécil sólo demuestra la completa sujeción intelectual de la burguesía brasileña a los cánones del marxismo difuso que la inducen a desempeñar, en el teatro de la realidad, precisamente el papel estereotipado que la estrategia comunista le ha reservado: el de una clase de individuos que sólo corren atrás de su interés inmediato y que pueden ser manipulados mediante sus propios intereses.

Hegemonía es eso: regular el discurso de los adversarios, induciéndoles a formular sus pensamientos y sus deseos según un esquema de categorías mentales precalculado para sujetarlos con su propia cuerda.

La izquierda nacional es burra e inepta, pero, comparada al empresariado, es una pléyade de genios. Para cualquier estudioso de Antonio Gramsci, embaucar a industriales y financieros brasileños, induciéndoles a trabajar para su propia perdición, es atreverse con escuchimizados, es cobardía de abusica. ¿Que puede el pragmatismo tosco de quien mide el mundo por el saldo de caja, comparado con el complejo maquiavelismo de la “revolución cultural”? No conozco ni un sólo empresario que no alardee de tranquilidad olímpica ante el avance del comunismo, y que no obstante, al depararse con alguna estrella del izquierdismo letrado, no se prosterne en rendibús de abyecto servilismo. Claro: al no importar cuánto dinero tiene uno en la cartera, la superioridad intelectual, incluso pequeña, tiene fuerza y autoridad intrínsecas. En la estrategia revolucionaria, la hegemonía cultural equivale a lo que, en la guerra, es el dominio del espacio aéreo. Al correr para esconder sus tesoros, los roedores quedan expuestos a los ojos del predador que, desde lo alto, controla sus movimientos.

Por ese motivo, en vez de perderse en vanas conjeturas economicistas, ningún empresario pregunta a los candidatos presidenciales:

1) ¿Cuál es su visión geopolítica del mundo? ¿ Tiene usted intención de echar mano de discursos contra el “poder unipolar” para alinear a Brasil con el polo oriental y comunista cuya existencia y crecimiento esa retórica tiene por objeto enmascarar?

2) Tras años de acoso y derribo de las Fuerzas Armadas, ¿usted tiene intención de completar dialécticamente la aplicación del ardil leninista, ofreciendo a la oficialidad humillada algún tardío premio de consolación a cambio de su apoyo a una política externa anti-occidental y pro-comunista que ningún militar habría aceptado antes?

3) ¿Cómo va a combatir usted el narcotráfico sin tener que habérselas con Cuba, con las Farc y con los medios de comunicación izquierdistas internacionales? O, por el contrario, ¿va a montar un simulacro de combate sólo para liquidar las cuadrillas adversarias — que dominan por ejemplo el estado de Espíritu Santo — y entregar a la narcoguerrilla comunista el control total del mercado brasileño?

Ésas son las únicas preguntas que interesan. Si Lenin presidiese el Brasil de hoy, no pensaría en socializar la economía. Trataría de consolidar el capitalismo y calmar a los inversores, ganando tiempo para luchar en esos tres frentes, que son los realmente vitales para la estrategia comunista mundial. Los burgueses, tranquilizados por las garantías ofrecidas a su rico dinerillo, serían los primeros en colaborar con él.

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